FUEGO EN CASABINDO

FUEGO EN CASABINDO



Es una vieja plaza de toros en los confines del altiplano, ahí donde la gente habla poco y sabe mucho. Es un lugar encajado entre montañas de escasa estatura que se tiñen de encanto al nacer el día o morir la tarde. Es un espacio que cobra sentido en sus propias dimensiones, en sus propias sensaciones, entre casas de adobe encajadas en la cuadrícula de unas cuantas calles de tierra.


Hay un sitio para el mercado, otro para la escuela, otro para la cancha de fútbol. Hay un tiempo para el trabajo, otro para el descanso y otro para la fiesta. Y Casabindo se viste de fiesta cada víspera del 15 de agosto. Sus casas, su iglesia, su gente, sus vírgenes, todos confluyen el día señalado para congraciar a la santa patrona. Es la Vírgen de la Asunción quien aguarda su procesión por las calles del pueblo, pero sobre todo, aguarda ver al valiente torero que se arrodillará a sus pies para ofrecerle esa prenda que tanto le ha costado conseguir: una vincha roja con monedas de plata que sacó con habilidad y picardía de la cabeza del bravo toro.


Ese confín remoto de la puna jujeña aún guarda una reliquia, el único vestigio de épocas pasadas. Las corridas de toros eran verdaderas fiestas taurinas que se celebraban con todo brillo hacia finales de la colonia y se extendían por ciudades enclavadas en las provincias de Salta, Jujuy, Tucumán, Santiago del Estero y Catamarca. A veces no hacía falta una plaza especial para tal fin -como ocurría en la capital jujeña- y bastaba con cerrar algunas calles con la ayuda de sogas.


La fiesta se realizaba entonces en ocasión del carnaval y podía extenderse durante días. Era y es una fiesta popular, aunque la actual se ha mezclado con tradiciones cristianas que le ofrecen otro color y otro cariz. Antaño, las corridas “provocaban muertes y heridos entre la gente de la plebe y los indios”, hechos que se potenciaban por la embriaguez de muchos y las escasas precauciones que se tomaban al respecto. Esa era la crítica que se alzaba contra la fiesta a finales de la era de la colonia, según consta en un informe realizado por Andrés Ramos en 1803, como alcalde de primer voto del Cabildo jujeño.


Hoy, la corrida no incluye derramamiento de sangre. Ya en la víspera los toros se encuentran encerrados en corrales cercanos a la iglesia y a la plaza de toros que se encuentra frente a ella. De allí, pero en la tarde del día siguiente -despues de la misa y la procesión de misachicos-, saldrán los toros que enfrentarán a los audaces lugareños.


Habrá que atrapar al animal primero. Unos lo agarrarán por los cuernos mientras otros sostendrán la soga tensada en el palenque; otro le colocará la vincha con monedas de plata y otro, alejado, esperará con una manta roja a que sus compañeros suelten la bestia. De ahí, todo puede ocurrir. Como no están acostumbrados a estas andanzas humanas, a veces pasa que se quedan quietos, como asustados, mirando alrededor, y dan marcha atrás pese a los gritos de la muchedumbre y del propio torero. Pero en otras ocasiones, fijará su mirada en el hombre que lo azuza allá en frente y arremeterá contra él con toda su fuerza. Sin embargo, la lucha con el toro tendrá su recompensa y el aplauso de toda la gente cuando el torero levante el brazo que ahora lleva en lo alto el botín preciado.


El párroco de Humahuaca, el intendente de Abra Pampa, los policías, los médicos de campaña, los maestros de la escuela, estarán también presentes al final de la fiesta. Después, cuando el fuego se haya extinguido y los promesantes regresen a sus hogares, Casabindo volverá a ser ese lugar casi inhóspito, remoto y olvidado de la puna jujeña. Quedarán los rastros de la goma de camiones, de suelas de zapatos marchando en procesión, los restos de un mercado improvisado que se armó cerca de la escuela. El fuego continuará encendido en la lámpara de algunas casas y, luego, se apagará aunque no totalmente.


“Una bomba de estruendo retumbó en la plaza, frente al atrio de la iglesia y el ruido fue rebotando por las montañas de piedra y arena. Enseguida el eco de los perros enloquecidos y luego el cuajarón de humo denso elevándose al cielo como un arcángel”. La imágen en el relato del escritor jujeño Héctor Tizón y un recuerdo en la memoria de los memoriosos que desde ahora siempre dirán: ¡otro año, otra fiesta!.