Tres chicas en un día blanco

Tres chicas en un día blanco

La nieve estaba en el aire. Los copos no se habían formado aún, pero toda la vegetación estaba cubierta por unas cuantas capas de hielo que se iba depositando en la medida del viento y de la temperatura. A las 9 de la mañana, el termómetro de “Margarita”, uno de los paradores que se encuentra al pie de la Cuesta del Obispo, marcaba 4 grados bajo cero. Nosotras íbamos en viaje: la guía un poco preocupada por el paisaje y por hecho de que la excursión había sido contratada para bajar la Cuesta del Obispo, la acompañante, una turista oriunda de Buenos Aires, dormía profundamente desde el desayuno, es decir, hacía una hora. Cuando los choferes del colectivo terminaron su descanso, subieron al coche y comenzaron a moverlo para ascender la Cuesta, Silvana se despertó y la guía le dio el anuncio: “Tengo noticias meteorológicas”, le decía mientras ella terminaba de despertarse. “Eso que ves ahí afuera, en la rama de los árboles, es nieve”. (La foto que sigue es ilustrativa. Pertenece a otra nevada muy cerca de Piedra de Molino).


Primero no supo que decir. Pero cuando miró, lo que aparecía detrás de la ventanilla era espectacular. “Un paisaje navideño, como cuando estás soñando y vas viajando por unos pasadizos como estos”, diría en el camino. En el otro coche que regresaba a Salta desde Cachi venía viajando Karina, otra turista oriunda de Buenos Aires que iba a encontrarnos en Piedra de Molino. Claro que con esas condiciones climáticas iba a estar verdaderamente petrificada para cuando llegáramos: el colectivo que baja pasa por ese punto alto (3348 metros sobre el nivel del mar) a las 10 de la mañana, el que sube hacia Cachi, lo atraviesa alrededor de las 10:30.




El chofer fue el primero en advertir lo desafortunado de la situación y por radio preguntó al otro coche de la empresa si nosotras estábamos viajando de subida. Decidimos entonces que cuando los colectivos se encontraran, Karina cambiaría de coche. Y así ocurrió. Mientras tanto nuestro ascenso era espectacular: la cuesta en tinieblas (no se veía a mas de 2 metros), cubierta por todos lados por el colchón de nubes que, por estar navegando a esa altura, era retenido por esta especie de primer retén montañoso de la precordillera. Al pasar Piedra de Molino, las nubes todavía permanecía en el Valle Calchaquí, pero al dejar atrás el paraje Cachipampa, muy cerca de la Recta del Tin Tin, el cielo azul se abrió, el sol resaltó los colores del paisaje y la particular atmósfera creada por las nubes en retirada (el día anterior estaba nublado hasta el mismo Cachi) nos otorgaría una claridad visual verdaderamente especial.


Así llegamos hasta el final de la Recta, ascendiendo con el colectivo y cuando nos bajamos la perspectiva cambió. En unos minutos estábamos sentadas con el paisaje de montañas coloridas en frente, tomando café con galletas y disfrutando del sol. Pasaron camionetas, combis con turistas y nosotras bromeábamos pensando que ellos irían diciendo: “Qué aguerridas esas chicas”. Al rato, una vez que las bicicletas estuvieron listas y el equipo ensillado en el portaequipaje, comenzamos a bajar hacia el valle.


Ese tramo de la ruta es verdaderamente espectacular: son 33 kilómetros hasta Cachi en pavimento, de los cuales 23 forman parte de un descenso en pendiente absoluta que culminan en Payogasta, un pequeño pueblito ubicado a 10 kilómetros de la capital calchaquí. Las chicas no podían creer lo que veían y mucho menos la magia que les otorgaba el irlo disfrutando en bicicleta: el viento en la cara (frío, claro), los sonidos de un paisaje imponente, los picos que forman la cadena montañosa que corona el Nevado de Cachi; el camino que lleva a La Poma apareciendo como una línea diminuta a la derecha del campo visual y una mancha verdosa con puntitos blancos a la izquierda, que era, al fin de cuentas, nuestro destino.


Cuando dejamos de zigzaguear comenzó otra recta mas o menos donde una señal de tránsito indica que el viento puede ser muy fuerte en dirección norte-sur o sur-norte con un dibujo que se parece mas bien a un hombrecito despeinado. A Karina le llamó la atención y por un momento también creyó que la señal era mas bien una caricatura.


Llegamos a Payogasta y paramos en la plaza del pueblo. De a poco, mientras armábamos un buen almuerzo (que consistía en panes, tomates y paltas, jamón, queso y café) algunos pobladores que cruzaban por allí nos saludaban. Hasta los chicos lo hacían, con mucha naturalidad, mientras seguían su rumbo. Estuvimos allí un rato hasta que decidimos que era tiempo de partir rumbo a Cachi para tomar el colectivo que nos llevaría de regreso a Salta.


Una vez a bordo y después de que las chicas se revelaran como unas verdaderas atletas en el camino ondulante que une Payogasta con Cachi, comenzamos a desandarlo en el Marcos Rueda. Mientras íbamos llegando a Piedra de Molino se hacía más grande la ansiedad por saber si, al final de cuentas, la cuesta estaría todavía envuelta en nubes. Todo iba bien hasta Piedra de Molino, el sol seguía ahí y el cielo azul no daba indicios de nada, solo unas nubecitas negras que se escapaban entre unos picos. Pero al doblar estaban allí: dos kilómetros más abajo, exactamente en la entrada hacia el Valle Encantado comenzaba el manto de nubes que prometía aumentar en densidad en el descenso. Con todo, decidí que íbamos a hacerlo (rodar cuesta abajo pero en dos ruedas) y le pedí al chofer que le avisara al vehículo que nos esperaba en El Maray que subiera buscándonos.




Bajamos del colectivo, bajamos las bicicletas, bajamos el equipo. Bajó una pareja que venía de Cachi a sacarnos fotos (“Las locas de las bicis”, era un título posible). Mientras ellas se sacaron fotos, saludaron al coche que desaparecía en las nubes, hicieron una “escala técnica”, se abrigaron bien y comenzamos a bajar. Las reglas eran: despacio, conservando la derecha, siguiendo las instrucciones del guía (porque hay unas curvas herradura), sin separarse demasiado y, al mismo tiempo, disfrutando.


A medida que nos adentrábamos en las nubes sucedieron dos cosas: primero las manos se congelaban lentamente (a pesar de los guantes) y, al mismo tiempo, comenzamos a llenarnos de escarchas: pelo blanco, pestañas blancas, toda la ropa llena de diminutas partículas de hielo, y muchas risas al mirarnos unas a otras.


La primera en aflojar fue Karina, que muy pronto preguntó: “Y el auto, ¿ya viene?”. Bajamos unos diez kilómetros (de los 22 que posee la Cuesta) y nos refugiamos en una casita al lado del camino. El calentador le permitió a Karina recuperar la sensibilidad de sus manos mientras el café (un tiempito después) la recuperó del frío. No pasaron quince minutos cuando llegó Juan al volante de su taxi. El nos esperaba en El Maray.


Mientras se reía de nuestra apariencia, comenzó a cargar el equipo. Desarmamos las bicicletas, juntamos todas las cosas, las metimos en el baúl, las ruedas en una parte del auto y regresamos a Salta. En El Maray tomamos chocolate al lado de una chimenea, con una Karina que ahora ya se reía. Llegamos a Salta cerca de las ocho y media de la noche. En el hostal donde se alojaban las chicas, no podían creerlo: el día más frío del año ellas habían bajado la Cuesta del Obispo en medio de una nube de aguanieve condensada.


Nada mal para una experiencia que seguramente, no olvidarán en sus vidas.