El ombligo del mundo andino

El ombligo del mundo andino

Son casi nueve mil kilómetros cuadrados y no más de 30 islas que descansan en pleno altiplano boliviano. Dueño de innumerables leyendas, ellas hablan sobre ciudades enteras con suficiente oro y de plata que duermen bajo el agua y de sirenas de canto dulce y mortal. Lo cierto es que hoy, sobre la costa del segundo espejo más grande del continente, es posible hallar una mezcla de pasado, presente y futuro que nos terminará conectando con la raíz viva de nuestra historia americana.




Miran hacia el poniente, durante una apacible puesta de sol en febrero de algún año próximo a nosotros. Mascan coca, charlan poco y comparten el silencio, mientras el Titicaca, el lago sagrado, las envuelve con un aura especial.


No muy lejos de este instante rescatado en la foto que acompaña el artículo, una turista vive también un mágico momento a orillas del gran espejo: pedalea desde las playas del pueblo costero de Copacabana hasta el fin de la bahía en una bicicleta alquilada, la deja tirada sobre las piedras, se quita la ropa y se tira de cabeza – sin pensarlo demasiado - en las heladas aguas del Titicaca. Al salir, el viento frío y la temperatura del agua, se funden para dar un extraño calor, mientras sentada mira hacia la superficie del lago que parece fundirse en un mismo espacio con la bóveda celeste y piensa que la imagen se asemeja a una especie de gran vientre materno.


Estamos a más de 3800 metros de altura sobre el nivel del mar, en pleno altiplano boliviano, muy cerca del límite con el Perú y muy próximos también de la Isla del Titicaca o Isla del Sol, el mítico macizo de roca que no sólo dio origen a la dinastía de los Incas, sino que sirvió de refugio al Sol y a la Luna cuando en los oscuros tiempos de Chamacpacha, las tinieblas tomaron forma de diluvio y amenazaron con ahogar a los dos astros mitológicos.


Esas aguas azul turquesa, que ofrecen colores más intensos durante los meses invernales, fue el sitio de dónde emergió Viracocha, “Espuma del Lago”, “El que no tiene principio ni fin”, en síntesis, el gran dios acuático que nació bendecido por las frías aguas del “Puma de Piedra”.
Según los Incas, Viracocha vivía en el paraíso y desde allí sostenía al mundo, delegando a dioses menores funciones del universo y la humanidad. Era el gran "donante del arte", el creador del cielo, la tierra y las gentes que sobre ella habitaban. Para ello, había esculpido gigantescas figuras de piedra a las que posteriormente dio vida.


Con el tiempo los gigantes se rebelaron, negándose a trabajar. Entonces Viracocha los destruyó, a unos petrificándolos de nuevo, a otros ahogándolos en un horroroso diluvio. Sin embargo, salvó a dos de ellos y con su ayuda creó una nueva raza. Como el mundo estaba aun a oscuras y esto era malo, volvió al lago Titicaca y de allí saco al Sol y a la Luna. Por eso desde aquel momento, el mundo tiene luz durante el día gracias al Sol y durante algunas noches gracias a la Luna.


La leyenda va aún más lejos: Viracocha un buen día ordenó al Sol que enviara a sus hijos no sólo para que iluminaran a los ciegos el camino, sino para unir a la gente dispersa en la inmensidad de las mesetas de altura y fundar así un imperio. Los hijos del sol llegaron entonces a orillas del Titicaca. Eran Manco Cápac y Mama Ocllo, que permanecieron un tiempo en el extremo norte del mítico peñasco. Traían un bastón y una orden: en el lugar donde lo hundieran al primer golpe, fundarían el nuevo reino.


Desde el trono actuarían como su padre, que da la luz, la claridad y el calor, derrama la lluvia y el rocío, empuja las cosechas, multiplica las manadas y no deja pasar día sin visitar al mundo. Emprendieron entonces un largo viaje. “Por todas partes intentaron clavar el bastón de oro. La tierra los rebotaba y ellos seguían buscando. Escalaron cumbres y atravesaron correntadas y mesetas”, relata Eduardo Galeano en sus “Memorias del Fuego”.


“Todo lo que sus pies tocaban, se iba transformando: hacían fecundas las tierras áridas, secaban los pantanos y devolvían a los ríos sus cauces. Al alba, escoltaban las ocas, y los cóndores al atardecer. Por fin, junto al monte Wanakauri, los hijos del sol hundieron el bastón. Cuando la tierra lo tragó, un arco iris se alzó en el cielo”. Después convocaron a la gente de las mesetas de la puna. Ellos no lo sabían, pero siguieron a los hijos del sol a la todavía no nacida ciudad de Cuzco.