Diario de San Pedro

Diario de San Pedro

Uno de los internos del penal sostiene que en el pasado ese fue un lugar de retiro y que los años y las innovaciones de la arquitectura terminaron por tapar casi todos los vestigios de aquel noble sitio. “Estar acá es como tomarse un descanso”, dice sentado ya en el balcón de su celda, después de haber oficiado de guía en un tour por patios y pasillos. El cielo, las casas y las nieves eternas del Illimani cambian de color ... allá afuera.


El hombre dedica sus días a la crianza de dos de sus pequeños hijos que, desde hace un tiempo, viven con él. Hace más de 10 años que está dentro, cumpliendo una condena por terco o por confiar demasiado en su buena suerte. “Yo traía autos de Brasil, cuando en Bolivia te dejaban patentar un coche sin tener papeles”. Es sólo un capítulo en su historia.

Argentino, porteño, aventurero, descarado, frío, valiente, y también improvisado, le alquila el cuarto de abajo al Marsellés, un hombre de principios, pulso de hierro y gran corazón, que no vacilará - ni vaciló - jamás, por instinto o por razón, a la hora de cumplir con la misión de separar para siempre el alma de algún que otro cuerpo.

Los negocios del hombre en el penal no se reducen al arriendo de un espacio de la casa, que cuenta además con un entrepiso donde se encuentra - en diminuto - el cuarto de los chicos y la cocina. Alquila televisores a otros internos, maneja la renta de celdas propias y de terceros, y es segunda línea en el comercio de “pilcha”. Y no es que dentro del penal exista un mercado de pulgas, aunque cada patio tiene su restaurant, su billar, su kiosco de ventas de artículos varios y una que otra chola sentada en los rincones.

Como "la pilcha", las provisiones del día entran cada madrugada por las puertas de San Pedro. Altos paredones hechos de bloques de adobe cercan la manzana que hace de superficie y a cuyas cumbres es fácil llegar, trepar y también saltar. Pero nadie lo hace, más bien forma parte del imaginario colectivo. “Un día, cuando me canse, voy a salir volando de aquí en un aladelta”, amenaza el vecino de enfrente, un canadiense con aire a indio navajo que salió a husmear, subió al techo de chapa para conversar con los invitados, tomar sol y enseñar la ciudad. Ahora prepara panqueques. “¿De qué quieres el tuyo?”, dice en inglishñol. “Son cuatro bolivianos”, reafirma con los dedos.

Hay quienes dicen que las escuelas y los hospitales califican entre los mejores estetoscopios para auscultar a un país, aunque, sostienen: “el termómetro son sus cárceles”. El penal de San Pedro se ubica a dos cuadras de la Avenida del Prado, una de las arterias principales de La Paz, frente al parque del que tomó su nombre. Nunca fue un monasterio, un lugar de retiro para curas, ni nada por el estilo. Es el único edificio levantado a fines del siglo pasado con el claro objetivo de convertirse en penitenciaría. Su gestación tardó 11 años y 3 meses, y vio la luz brillante del altiplano paceño en febrero de 1897.


Según las épocas, los presos pasaron de condenados por delitos de hurto, robo a detenidos por razones políticas. Pero los escenarios han ido cambiando y, con él, el espectro de visitantes y la geografía del poder. El interés geopolítico que inspira Bolivia a potencias mundiales nunca fue casual, como tampoco lo es hoy con su presencia militar en aeropuertos, fronteras, o la selva de Yungas y el Chapare.

Todo boliviano promedio sabe que a Estados Unidos lo motiva el interés comercial no humanitario. Y lo sabe por cuestiones de la vida cotidiana y punto. El hecho que se difunda mundialmente la intención de erradicar las plantaciones de coca constituye sólo una verdad a medias. La ecuación es más simple: las plantaciones de coca deben permanecer acotadas - ni subir ni bajar - para que el valor de mercado, que marcan ciudades como Nueva York o continentes como Europa, mantengan las cifras dentro de márgenes convenientes. Esa es la simple historia desde que el negocio entró a la ilegalidad a principios del siglo XX.

Por eso en San Pedro conviven grandes, medianos y pequeños negociantes, casi todos dentro por cuestiones relacionadas con el tráfico de sustancias prohibidas o su posesión ilegal. Pocos conquistaron cimas y muchos fueron capturados por su llana condición de mulas.