Noche de por medio, el sonido de los tambores y las cajas, y los cánticos alusivos que los acompañarán, han estado retumbando por las barriadas aledañas o alejadas del casco céntrico. Mientras sus luthiers fabricaban los tambores, mientras sus mujeres combinaban las telas para crear esos vistosos trajes y gorros, mientras los días achicaron el calendario, familias enteras se acercaron hasta los centros deportivos vecinales para mirarlos más de cerca, sin trajes y sin máscaras.
Las diabladas (más características en Tilcara y Purmamarca), el simbolismo del carnaval, las necesidades de expresión, de encuentro, de desencuentros, todas están insertas en el carnaval. Claro que ya llegará el desentierro y las carpas de Cerrillos estarán repletas de esa gente morena o negra que se tira harina, bombuchas, agua entintada con tempera, espuma y la infaltable albahaca para desahogar el alma antes del año que después verdaderamente inicia.
En el rito también aparecerán otras carpas, menos bulliciosas y más familiares, como la del Bagualero Vázquez, que en Villa Primavera o en cualquier lugar del Valle de Lerma estará despierta todo un día mientras los hombres del bandoneón y las mujeres presurosas, se mezclarán en las hileras para bailar sin más goce que el de estar juntos. Allá tan solo habrá harina, albahaca y algo de espuma que será tirada por un niño quien jamás buscará los ojos para causar algo de daño.
Así es el carnaval, mientras se gesta, mientras se anuncia, y será aún más grande cuando la oleada en este febrero que arranca haga que el mar aparezca algo picado, quizás sombrío, quizá enloquecido, quizá pasado de tanto alcohol, tanto vino o tanta chicha. Será cuestión de andar buscando por los alrededores urbanos de la capital salteña o por las quebradas y valles vecinos, algún rito que nos haga bien y nos saque el diablo que llevamos dentro.