Lavadero del alma

Lavadero del alma

El carnaval no es una fiesta que se vive solo en el mes de febrero. La gente que forma parte de las bandas que desfilarán durante varias noches, los murgueros, los caporales, las legendarias comparsas con reminiscencia indígena. Vienen armando el espectáculo desde hace meses, aunque con mayor fuerza durante el mes de enero.


Noche de por medio, el sonido de los tambores y las cajas, y los cánticos alusivos que los acompañarán, han estado retumbando por las barriadas aledañas o alejadas del casco céntrico. Mientras sus luthiers fabricaban los tambores, mientras sus mujeres combinaban las telas para crear esos vistosos trajes y gorros, mientras los días achicaron el calendario, familias enteras se acercaron hasta los centros deportivos vecinales para mirarlos más de cerca, sin trajes y sin máscaras.

Las diabladas (más características en Tilcara y Purmamarca), el simbolismo del carnaval, las necesidades de expresión, de encuentro, de desencuentros, todas están insertas en el carnaval. Claro que ya llegará el desentierro y las carpas de Cerrillos estarán repletas de esa gente morena o negra que se tira harina, bombuchas, agua entintada con tempera, espuma y la infaltable albahaca para desahogar el alma antes del año que después verdaderamente inicia.



En el rito también aparecerán otras carpas, menos bulliciosas y más familiares, como la del Bagualero Vázquez, que en Villa Primavera o en cualquier lugar del Valle de Lerma estará despierta todo un día mientras los hombres del bandoneón y las mujeres presurosas, se mezclarán en las hileras para bailar sin más goce que el de estar juntos. Allá tan solo habrá harina, albahaca y algo de espuma que será tirada por un niño quien jamás buscará los ojos para causar algo de daño.


Así es el carnaval, mientras se gesta, mientras se anuncia, y será aún más grande cuando la oleada en este febrero que arranca haga que el mar aparezca algo picado, quizás sombrío, quizá enloquecido, quizá pasado de tanto alcohol, tanto vino o tanta chicha. Será cuestión de andar buscando por los alrededores urbanos de la capital salteña o por las quebradas y valles vecinos, algún rito que nos haga bien y nos saque el diablo que llevamos dentro.